29 de mayo de 2020

LENGUA (Lectura) DEL VIERNES 29 DE MARZO


 ¡Hola!


Hoy toca lectura... ¿qué pasará en el hotel?

Me encanta este libro.





Justo antes de irnos a Bournemouth, mi abuela me había regalado, como premio de consolación, dos ratones blancos en una cajita y, naturalmente, me los llevé al hotel. Eran divertidísimos, los ratones aquellos. Les llamé Guiller y Mary y me puse en seguida a enseñarles trucos. El primer truco que les enseñé fue a subir por dentro de la manga de mi chaqueta y salir por mi cuello. Luego
les enseñé a trepar por mi cogote hasta lo alto de mi cabeza. Lo conseguía poniéndome migas en el pelo.

La primera mañana después de nuestra llegada al hotel, la camarera estaba haciendo mi cama cuando uno de mis ratones asomó la cabeza por entre las sábanas. La camarera lanzó un chillido que hizo venir corriendo a una docena de personas para ver a quién estaban matando. Informaron al director del hotel. Y, a continuación, hubo una desagradable escena entre el director, mi abuela y yo, en el despacho de éste.

El director, cuyo nombre era señor Stringer, era un hombre con el pelo tieso y vestido con un frac negro.
—No puedo Permitir ratones en mi hotel señora—le dijo a mi abuela.
—¿Cómo se atreve a decir eso cuando su asqueroso hotel está lleno de ratas? -gritó ella.
—¡Ratas! —chilló el señor Stringer, poniéndose morado—. ¡En este hotel no hay ratas!
—He visto una esta misma mañana —dijo mi abuela—. Iba corriendo por el pasillo y entró en la cocina.
—¡Eso no es verdad! —gritó el señor Stringer.
—Más vale que llame usted al desratizador en seguida —dijo ella—, antes de que yo informe a las autoridades de Sanidad. Sospecho que hay ratas correteando por toda la cocina y robando la comida de las estanterías y saltando en el puchero de la sopa.
—¡Nunca! —aulló el señor Stringer.
—No me extraña que esta mañana la tostada de mi desayuno estuviera roída por los bordes—continuó mi abuela, implacable—. No me extraña que tuviera un desagradable olor ratonil. Si no tiene usted cuidado, los de Sanidad van a ordenarle que cierre todo el hotel antes de que todo el mundo coja fiebres tifoideas.
—No hablará usted en serio, señora —dijo el señor Stringer.
—No he hablado más en serio en mi vida —dijo mi abuela—. ¿Va usted a permitir que mi nieto tenga sus ratoncitos blancos en su cuarto o no?
El director comprendió que estaba derrotado.
—¿Puedo proponer un compromiso, señora? —dijo—. Le permitiré tenerlos en su cuarto siempre que no los deje salir nunca de la caja. ¿De acuerdo?
—Eso nos parece muy bien —dijo mi abuela, se levantó y salió de la habitación mientras yo la seguía.

No hay manera de amaestrar a unos ratones dentro de una caja. Sin embargo, no me atrevía a dejarles salir, porque la camarera me espiaba continuamente. Tenía llave de mi puerta y no hacía más que entrar de repente a todas horas, tratando de pillarme con los ratones fuera de la caja. Me dijo que al primer ratón que no cumpliera las normas, el portero lo ahogaría en un cubo.
Decidí buscar un lugar más seguro donde pudiera continuar amaestrándolos. Debía de haber alguna habitación vacía en aquel enorme hotel. Me metí un ratón en cada bolsillo de los pantalones y bajé las escaleras en busca de un lugar secreto.

La planta baja del hotel era un laberinto de salones, todos con un nombre en letras doradas sobre la puerta. Pasé por «La Antesala», «El Salón de Fumadores», «El Salón de Juego», «El Salón de Lectura» y «La Sala». Ninguno de ellos estaba vacío. Seguí por un pasillo largo y ancho y al final me encontré con «El Salón de Baile». Tenía unas puertas dobles y delante de ellas había un gran cartel sobre un caballete. El cartel decía:

CONGRESO DE LA RSPCN
PROHIBIDA LA ENTRADA
ESTE SALÓN ESTA RESERVADO
PARA EL CONGRESO ANUAL
DE
LA REAL SOCIEDAD
PARA LA PREVENCIÓN
DE LA CRUELDAD CON LOS NIÑOS

Las dobles puertas del salón estaban abiertas. Me asomé. Era un salón inmenso. Había filas y filas de sillas de cara a una tarima. Las sillas estaban pintadas en dorado y tenían pequeños cojines rojos en los asientos. Pero no había ni un alma a la vista.

Me colé cautelosamente en el salón. Era un lugar precioso, secreto y silencioso. El congreso de la Real Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Niños debía de haberse celebrado más temprano y ya todos se habían ido. Aunque no fuera así, aunque aparecieran todos de pronto, tenían que ser gente maravillosamente amable, que mirarían con aprecio a un joven domador de
ratones dedicado a su trabajo.

En la parte de atrás del salón había un gran biombo plegable con dragones chinos pintados. Decidí, solamente para estar seguro, ponerme detrás del biombo y hacer allí el entrenamiento. La gente de la Prevención de la Crueldad con los Niños no me daba ni pizca de miedo, pero había una posibilidad de que al señor Stringer, el director, se le ocurriera asomar la cabeza por allí. Si lo hacía y veía a los ratones, los pobrecitos acabarían en el cubo del portero antes de que yo hubiera podido gritar no.

Me dirigí de puntillas al fondo del salón y me instalé sobre la gruesa alfombra verde, detrás del biombo. ¡Qué sitio tan sensacional! ¡Ideal para amaestrar ratones! Saqué a Guiller y a Mary de mis bolsillos. Se sentaron a mi lado en la alfombra, tranquilos y correctos.

El truco que iba a enseñarles hoy era el de andar en la cuerda floja. No es tan difícil enseñar a un ratón inteligente a andar sobre la cuerda floja como un experto, siempre y cuando sepas exactamente cómo hay que hacerlo. Primero, hay que tener un trozo de cuerda. Yo lo tenía. Luego, hay que tener un poco de bizcocho bueno. La comida favorita de los ratones blancos es un buen
bizcocho con pasas. Se vuelven locos por él. Yo había traído un bizcocho que me había guardado en el bolsillo el día anterior, cuando estaba merendando con mi abuela.

Así es como se hace. Sostienes la cuerda tirante entre las dos manos, pero empiezas poniéndola muy corta, sólo de unos siete centímetros. Te pones al ratón en la mano derecha y un pedacito de bizcocho en la mano izquierda. Por lo tanto, el ratón está solamente a siete centímetros del bizcocho. Puede verlo y oler lo. Sus bigotes se estremecen por la excitación. Casi puede alcanzar el bizcocho inclinándose hacia delante, pero no llega del todo. Únicamente tiene
que dar dos pasitos para alcanzar su sabroso manjar. Se aventura hacia delante, una patita en la cuerda, después la otra. Si el ratón tiene un buen sentido del equilibrio, y la mayoría lo tienen, cruzará fácilmente. Empecé con Guiller. Caminó por la cuerda sin un instante de vacilación.
Le dejé dar un mordisquito del bizcocho para estimular su apetito. Luego le volví a poner en mi mano derecha. Esta vez alargué la cuerda. La puse de unos catorce centímetros. Guiller supo lo que tenía que hacer. Con un excelente equilibrio, recorrió la cuerda paso a paso hasta que llegó al bizcocho. Le recompensé con otro mordisquito.
Muy pronto, Guiller caminaba por una cuerda floja (o mejor dicho, un cordel flojo) de sesenta centímetros de largo, de una mano a la otra, para alcanzar su bizcocho. Era fantástico observarle.
El estaba disfrutando una barbaridad. Yo tenía cuidado de sostener la cuerda cerca de la alfombra para que, si perdía el equilibrio, no se hiciera daño al caer. Pero nunca se cayó.
Evidentemente, Guiller era un acróbata natural, un gran ratón acrobático.
Ahora le tocaba a Mary. Dejé a Guiller en la alfombra, a mi lado, y le premié con unas cuantas migas más y una pasa. Luego empecé a seguir el mismo procedimiento con Mary.

Mi ciega ambición, ¿sabes?, el sueño de toda mi vida, era llegar a ser algún día el propietario de un Circo de Ratones Blancos. Tendría un pequeño escenario con un telón rojo, y cuando se descorriera el telón, el público vería a mis mundialmente famosos ratones amaestrados haciendo toda clase de cosas: andando por la cuerda floja, lanzándose desde un trapecio, dando volteretas en el aire, saltando sobre un trampolín y todo lo demás. Tendría ratones blancos montados en ratas blancas, mientras éstas galopaban furiosamente dando vueltas a la pista.

Estaba empezando a imaginarme viajando en primera clase por el mundo entero con mi Famoso Circo de Ratones Blancos, y actuando ante todas las cabezas coronadas en Europa.

El entrenamiento de Mary estaba a medias cuando, de repente, oí voces fuera de la puerta del Salón de Baile. El sonido se hacía más fuerte, crecía en un gran parloteo de palabras provenientes de muchas gargantas. Reconocí la voz del espantoso director del hotel.
¡Socorro!, pensé.
Menos mal que estaba el enorme biombo.

Me agaché detrás y miré por la rendija entre dos hojas del biombo. Podía ver a lo ancho y a lo largo del salón sin que nadie me viera a mí.
—Bien, señoras, estoy seguro de que se encontrarán ustedes muy cómodas aquí —decía la voz del señor Stringer.
Entonces entró por las dobles puertas, con su frac negro y los brazos extendidos, guiando a un gran rebaño de señoras.
—Si hay algo que podamos hacer por ustedes, no vacilen en avisarme —continuó—. El té se les servirá en la Terraza Soleada, cuando hayan terminado su reunión.
Con esas palabras, se inclinó y se retiró del salón, mientras iba entrando una enorme manada de señoras pertenecientes a la Real Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Niños.
Llevaban vestidos bonitos y todas tenían un sombrero en la cabeza.

(1) ¿Cómo se llaman los dos ratones?
(2) ¿Cómo consigue la abuela que se queden los ratones?
(3) ¿Qué hace para poder entrenarlos sin que le pillen?
(4) ¿Cúal es su ambición?
(5) ¿Qué pasa cuando está entrenándolos?

¡Pasad muy buen finde!

(4)

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